Tres visiones de la monomanía

AutorHugo Valdés Manríquez

Carlos Monsiváis escribió en Nuevo catecismo para indios remisos que la monomanía es la forma más conocida de la beatitud. Qué mejor ejemplo de ello que la noble e inofensiva rutina que al cabo de sus treinta y tantas guerras perdidas se impuso en la novela Cien años de soledad el coronel Aureliano Buendía, quien muy viejo ya tuvo toda la sabiduría del mundo para poder abandonarse, en la tranquilidad del exilio doméstico, a la confección maniática de sus primorosos pescaditos de plata que trocaba por monedas del mismo metal para convertirlas en más primorosos pescaditos de plata que trocaba por otras monedas... y así hasta el día de su muerte.

Monomanías hay, sin embargo, que -acaso imperceptiblemente- desplazan a quien cae en cualquiera de ellas desde esa mansa beatitud que a nadie incomoda hasta la locura más aparatosa y desgraciada. Sin saber muy bien al principio cuál era la razón que me fue llevando a detenerme en uno u otro de los tres relatos que comento enseguida, habría de caer después en la cuenta de que se trataba de visiones de la más pura monomanía. Esa misma monomanía insana que se regodea estérilmente en el recuento de cifras, líneas, datos, estadísticas, y a la que tantos nos rendimos a veces, inocentes mortales, para sobrellevar la tiranía del tiempo.

Paolo Uccello en busca de la visión de Dios

Paolo Uccello, un pintor que habría de ser reinventado por el francés Marcel Schwob con el fin de incluirlo en sus Vidas imaginarias, anheló poseer la visión de Dios. Al principio Uccello se preocupó más por las líneas que formaban las cosas que por la realidad contenida en éstas; después exploró el despliegue de la perspectiva. Mientras estudiaba arquitectura, valiéndose de la ayuda de Brunelleschi, los ojos de Uccello siguieron el curso linear de cimientos y cornisas hasta verlo concluir en sus variadas cerrazones. Pero el centro complejo del que Dios veía y hacía surgir las figuras de la creación no era encontrado todavía.

La mujer que amó a Uccello fue sólo para él una fuente inspiradora de líneas, curvas y círculos ideales. Aun su muerte no perturbó al pintor. Su búsqueda era en verdad lo más importante, y cuando creyó haberla coronado exitosamente con la realización de un cuadro revelador, Donatello no vio en él sino un caos de líneas. Más tarde, Uccello fue encontrado muerto guardando un pergamino en su mano. Aquello que debía ser interpretado como la visión de Dios no distaba mucho del cuadro visto por Donatello: era nada más...

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