Rebanadas / Nuevos en Navidad

AutorCony DeLantal

Siguen surgiendo restaurantes a mil por hora. No respetan ni las fiestas. Dos más se sumaron esta semana: Colmillo y Blake. Uno al lado del otro, de nuevo en Arboleda.

Y yo sentí el mismo estrés que mis compadres regios, que tuvieron que ir a votar (oootra vez) en mero 23. A mí no me tocó ir a votar, pero tuve que volver a cenar, como si me hubieran anulado los tamales por irregularidades en el conteo. (Yo siempre dije que eran menos). No es de Dios, lo sé, pero dejo constancia de que lo hago por mero valor cívico.

Pues aquí me tienes, aún sin digerir el Adviento y encajándole ahora el diente a Colmillo, que es la sucursal fifí del que ya existe en Plaza Lúa. (Y seguirá existiendo, afirman ellos.)

¡Wow, qué ambientación! Qué cachonda, qué mística, qué oscura... ¡Qué miedo!, porque desde que entras te imaginas lo peor. Y cuando sales lo confirmas.

La cuenta va directo a la yugular y ahora sí hace sentido el nombre. ¿Que si los vale?, seguro es la pregunta que te estarás haciendo, y esta vez yo te contesto que sí, aunque mi marido opine lo contrario.

Paso al análisis para dar sustento. Toma en cuenta que no se trata solamente del paladar, es la fantasía completa por la que pagas. Te la cumple Disney con la niña que llevas dentro y lo supo hacer Colmillo con otros desdobles que también te salen si le rascas.

Recrearon una atmósfera de tanta libidinosidad que es difícil comportarse en la mesa. La música es sensual y la iluminación es lujuriosa. Los candiles tienen un misticismo barroco y la barra mucho porte, con sus mixólogos enfundados en un elegante esmoquin blanco, como si el Martini te lo estuviera sirviendo el propio James Bond. Agitado, nunca mezclado.

La terraza también invita. Ahí son velas y la leve brisa templada de estas noches tan favorecedoras. Es complicado decidirse. Yo me quedé adentro porque me cerró el ojo esa área separadita y semiprivada donde todo puede pasar si llevas un marido que funcione.

Pero no hemos hablado de la cocina y creo que eso también es importante en un restaurante. Yo arranqué entre protestas con unas laminillas de hamachi con edamames y puffy rice, bañadas en ponzu de chiles toreados, pero bañadas en precio también: 407 pesos, que a mi marido le sonaron exagerados para una entradita.

Luego vino ese momento donde ya estás gobernada por las emociones y te pasa a valer el precio y hasta los ladridos del Doberman que tienes enfrente. Al grito de ¡Banzai! me atreví con el filete Akaushi japonés de 1,105 pesos...

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