DE POLÍTICA Y COSAS PEORES / Plaza de almas

AutorCatón

Él tiene 80 años. Ella 75, aunque nunca los confiesa. Cuando alguien le pregunta su edad responde con otra pregunta: "Si te la digo, ¿te saco de algún apuro?". No se lo tomo a mal: hasta Santa Teresa de Jesús, con ser quien era, se quitaba años. Era santa, sí, pero también era mujer. Ella y él son esposos. Lo son desde hace medio siglo y más. Él trabajó toda su vida en una fábrica. Empezó de obrero, y acabó -cuatro décadas después- de sobrestante. No se jubiló: lo hicieron jubilarse. Le dieron un cheque sumamente módico y un reloj de pulsera con un nombre inscrito en la carátula. No era su nombre, sino el de la fábrica. Y el reloj era de los que se compran por docenas. Al principio él siguió yendo todos los días a la fábrica. La fuerza de la costumbre, sabe usted. Se quedaba afuera, frente a la puerta principal, recargado en un poste, y miraba la entrada de los trabajadores. Un día el guardia fue hacia él y le dijo que al jefe le molestaba su presencia ahí. ¿Qué quería? Respondió que nada. No mentía, pero tampoco decía la verdad. Quería seguir haciendo lo mismo de todos los días, para que no cambiara nada. Quería ser el que siempre había sido, para no dejar de ser. Quería atar a la vida para que no se le fuera; quería atarse a la vida para no irse él. Cuando le prohibieron pararse frente a la puerta de la fábrica sintió que empezaba a morir. A nadie se lo dijo, pero sentía una tristeza rara que no podía explicar. Salía de su casa por la mañana, y no iba a ninguna parte. Regresaba al mediodía. Su mujer le preguntaba: "¿A dónde fuiste?". Él no podía contestar: no recordaba a dónde había ido. "Se te va la cabeza" -le decía ella. Yo diría que lo que se le iba era el corazón, pero eso suena cursi. Diré entonces que sí, que se le iba la cabeza. ¿Y ella? Para ella toda la vida y todo el mundo eran su casa y su marido. Con él empezó su verdadera vida, y en su casa la iba a terminar. Casi no se acordaba ya de cómo había sido todo antes de casarse con él, y ahora no concebía nada sin él. Eso sí: secretamente le pedía a Dios que él se muriera primero, porque sabía que si ella se iba antes su marido no sabría qué hacer. Sería como un niño al que se le moría su mamá. Se perdería; se volvería una sombra. Nadie lo cuidaría; estaría solo. ¿Y los hijos? Ellos tenían su familia, su trabajo, sus cosas. Andaban siempre muy ocupados; casi no los veían. Por eso, aunque sabía bien que también Dios anda siempre muy...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR