Myanmar conmueve al turista

AutorAlonso Vera

La primera vez que visité el sureste asiático, jamás había escuchado de una gran parte de los países que lo conforman: Laos, Brunei y Myanmar no existían en mi realidad.

En esa primera ocasión no tuve el privilegio de visitar Brunei, ni Myanmar, país que ahora sí pude visitar.

Frente a mí, un lago duplicaba, como si fuera un espejo, las imágenes de las montañas, de los plantíos flotantes con todo tipo de verduras y de sus habitantes sobre canoas pescando con redes tejidas.

No escuchaba nada aparte de unas cuantas ranas cantando y, a lo lejos, los rezos de docenas de monjes antes de comer, en un monasterio budista flotante.

Lo más conveniente sería iniciar cuando tomé un avión desde Bangkok hasta Yangon (o Rangoon), la capital de Myanmar (o Burma).

La situación de ese país no es fácil de explicar, y no hay dos personas que conozcan el mismo Myanmar.

Por un lado está el país con un glorioso pasado de reyes e innumerables pagodas de infinita hermosura, donde la vida del campo acontece sin distracciones desde hace miles de años y la fe budista deriva en una cultura de respeto y gentilidad.

No sólo cuenta con algunos de los sitios más hermosos del planeta, sino con una variedad de tribus con habitantes que visten y viven como lo han hecho desde tiempo inmemorial.

Por el otro lado tenemos al país más pobre del sureste asiático, donde el gobierno reprime y tortura a su gente y la esclavitud es la norma en los trabajos públicos.

Las dos visiones conforman fragmentos de la realidad del país, que en mi percepción no es ni bueno ni malo, ni blanco ni negro, sino gris.

Llegué a Myanmar de noche, sobreviví al proceso de inmigración con los militares y me dirigí a mi hotel entre edificios coloniales y pagodas doradas donde la gente reza en alguna de sus ocho esquinas, que se derivan del calendario budista mezclado con las creencias astrológicas del país, en donde cada uno de nosotros es representado por un animal según el día de la semana en que nacimos.

Nada es para siempre

Desde mi hotel observé los camiones de pasajeros, reliquias estadounidenses de la Segunda Guerra Mundial que siguen en funcionamiento por necesidad.

Por circunstancias políticas y comerciales, un coche de los años 80 cuesta alrededor de 200 mil pesos, un celular cuesta 70 mil pesos y el internet en casa está prohibido, y en donde lo hay está censurado y tan sólo dos páginas del Gobierno son accesibles.

Los transeúntes vestían su "longgyi" (falda larga de algodón) como lo han hecho...

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