Las monjas del desierto

AutorMaría Luisa Medellín

Desde lejos, la enorme imagen de Cristo Rey con los brazos abiertos da la bienvenida a quienes se acercan por carretera al monasterio que lleva su nombre.

La construcción es habitada por ocho monjas dominicas de la Orden de Predicadores, y se encuentra a un kilómetro del centro de Mina, entre el silencio, la sierra y el desierto.

Pero hace 25 años, cuando Sor Esperanza, Sor Amparo, Sor María Rosa y Sor María Martha llegaron aquí desde el monasterio de Morelia, en el que vivían, encontraron un foco de prostitución y un basurero sobre tierra reseca y estéril.

"Llegamos el 1 de marzo de 1993 con la misión de fundar un monasterio", cuenta elevando el índice derecho Sor Amparo Zarazúa Espino, hoy de 80 años.

Sor Esperanza Herrera Patiño, sentada junto a ella frente a la mesa del vestíbulo, platica que le llamó la atención aquel espacio tan desértico, los cerros que lo rodeaban y las biznagas, en especial una muy grande, de gruesas espinas.

"Eso me hizo pensar con mucha fe de que de aquel sitio surgiría un vergel, un lugar en el que alabáramos constantemente a Dios, y en el que pudiéramos acoger a cientos de personas que vinieran a encontrarse con él".

Ésa, dice, fue también la encomienda del entonces Arzobispo Adolfo Suárez Rivera: un monasterio de puertas abiertas, especialmente para los jóvenes y para impulsar las vocaciones, a la par de un espacio para la práctica de la vida monacal.

La idea de que las dominicas se establecieran en estas tierras fue del párroco Raúl Ruiz, de Mina, quien ofició una misa en el monasterio de Morelia y expresó a la madre priora esa inquietud, respaldada por la solicitud del entonces Arzobispo regio hacia la Orden de Predicadores y la Santa Sede.

"La madre priora preguntó quien quería participar en esa misión y las cuatro aceptamos", dice Esperanza, de 72 años y originaria de Arreguín de Arriba, municipio de Celaya, Guanajuato.

Las hermanas coinciden en que la comunidad de Mina las recibió con mucho cariño, y los ejidatarios les cedieron un terreno de una hectárea para emprender su obra.

Sor Amparo recuerda que se alojaron dos meses en la parroquia, y unos nueve más en una casa de Mina, mientras se construían tres pequeños cuartos de madera y techo de lámina que servían como celdas (recámaras), cocina, área de costura y capilla.

No tenían agua potable y una pipa llegaba a surtirles el líquido. La luz era un problema, si usaban la bordadora no podían planchar. Había fallas continuas, hasta que les instalaron su...

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