En memoria de Lucy

AutorMaría Luisa Medellín

Todos pudimos ser Lucy. Todos hemos transitado alguna vez por Morelos y Juárez.

El pequeño que acompaña a su madre a comprar zapatos, el bolero, los oficinistas que salen a comer, el hombre que va al café, los comerciantes, el automovilista, el estudiante y los ríos de gente que espera el camión.

Ése era el cruce en el que Lucila Quintanilla Ocañas abordaba una de las dos rutas para ir o regresar de la Facultad de Artes Visuales de la UANL a su hogar, en uno de tantos fomerreyes de San Nicolás de los Garza.

Lo fue hasta el atardecer del miércoles 6 de octubre, cuando las balas de los sicarios que intentaban ejecutar a un celador del Penal del Topo Chico la alcanzaron y pusieron punto final a su vida. Tenía apenas 21 años.

Luego de la tragedia, donde también hubo cinco heridos, un altar urbano comenzó a trazarse a lo largo del paseo comercial hasta Catedral, en el que manos espontáneas continúan dejando veladoras y mensajes de repudio e indignación por lo sucedido.

"Nunca más otra Lucy", ha sido el clamor a una sola voz.

Otro altar se levanta en su modesto hogar. Sobre una mesa, entre veladoras, flores, su celular y un rosario, destaca una foto de Lucy, de enorme sonrisa, mirada chispeante y rostro delgado enmarcado por una lacia y oscura cabellera.

Su madre, Lucila Ocañas Herrera, la contempla amorosa, con un espejo de lágrimas en los ojos.

Sentada en el sofá de un cuarto que es sala comedor y cocina, al que vecinos, amigos y familiares llegan a rezar el rosario, abraza un álbum de fotos de su hija, intentando fundirse a su recuerdo.

"Yo le pedí a Lucy que me comprara una pila para mi celular. Me dijo que ella la pagaba porque le habían adelantado dinero de un trabajo de diseño que estaba haciendo, y seguramente iba a tomar el camión de regreso a la casa cuando pasó...", suspira esta enfermera de piel morena, al evocar aquel miércoles fatídico.

Ese día el horario de la joven, quien cursaba el octavo semestre de Diseño Gráfico, incluía clases de siete a nueve de la mañana. Entrenamiento de volibol, de nueve a once. De nuevo, clases de cuatro a seis.

Por las distancias, ella prefería quedarse en ese ínter a hacer tareas y comer en la facultad, donde estaba becada y, en ocasiones, le entregaban vales de comida.

"Antes de irme a trabajar al hospital les hice el desayuno y el lonche. Les dije: ¡mucho cuidado!, les di su beso a las dos y me despedí", cuenta Lucila, refiriéndose a Lucy y a Aracely, su otra hija de 13 años.

Pasadas las siete de la...

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