Mario Anteo/ Arreglar las cosas

AutorMario Anteo

En el pasado la herramienta del escritor fue la máquina de escribir mecánica. Costaba un dineral y había que cuidarla. Enderezabas sus varillas, limpiabas teclas, aceitabas su carro. Y aunque su cuidado no requería gran ciencia, hubo un colega que estropeó una ¡por lubricarla con aceite comestible!

Con miedo ingresé al mundo de las computadoras cuando la tecnología hizo de mi máquina de escribir una reliquia. No tuve opción. De repente debí encarar la maquinaria más ajena a las musas.

Resuelto a desentrañar los misterios digitales, sacrifiqué mis lecturas literarias para estudiar mi computadora, y tras cinco años de lidiar con este demonio, aún no comprendo sus desplantes, pero siquiera sé que nunca explotará, y le agradezco me haya librado de la goma de borrar.

¡Qué artefacto tan poderoso como falible! Basta un parpadeo de la corriente eléctrica para que tu novela desaparezca de la pantalla. Un archivito de unos bits, perdido entre miles que llegaron quién sabe de dónde, puede eclipsar la contaduría de Petróleos Mexicanos.

Y mientras los gringos disponen de soporte técnico, uno debe lidiar con el ram y el rom, el bit y el bios, y qué traumante es cortar la inspiración para investigar por qué rayos se congeló la pantalla.

Ayer mi computadora falló terriblemente. No bien hacía un clic, y ya un espantoso anuncio me decía que un error fatal había mandado todo al cuerno. Mientras reencendía el aparato, asustado me preguntaba si valía la pena delegar a una cosa tanta responsabilidad literaria.

Las causas probables de las muertes súbitas de las computadoras son incontables, y debes empezar descartando las más obvias: retira el protector de pantalla, corre el antivirus, escandisquea el disco duro, borra el software reciente. Si el problema persiste, éntrale al hardware: reinstala las tabletas ram, checa los cables, la fuente de poder.

De hecho este editorial lo escribo probando un nuevo factor de mi enferma máquina. He desempolvado y lubricado el abanico del procesador y parece que el remedio está funcionando.

Supongo que en los viejos tiempos reparar una máquina fue tarea relativamente fácil, o al menos no tan barroca como la que exige un robot epiléptico o un satélite despistado.

Si al romano se le descomponía el carro o su reloj de agua, siquiera entendía de inmediato la causa del problema. Y en la edad de piedra, si mi hacha no cortaba, se debía seguramente a su roma punta, de modo que bastaba pulirla para recuperar su filo.

Las máquinas...

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