Luis Rubio / Segunda llamada

AutorLuis Rubio

¿Qué ocurre cuando una fuerza irresistible se topa con un objetivo inamovible? Cuando se iniciaron las reformas económicas y se negoció el TLC norteamericano en los 80, la fuerza irresistible era la urgencia de lograr una tasa elevada de crecimiento económico. El objetivo inamovible era la imperiosa necesidad de no alterar el statu quo político.

Pocas veces se aprecia la dimensión política del TLC o del contexto en el que se emprendió la primera racha de reformas económicas hace casi tres décadas. Ese contexto fue clave para definir la naturaleza y contenido de las reformas, y sus limitaciones. Las reformas iniciaron cuando la economía del País experimentaba turbulencias sin precedente. El viejo modelo económico (el desarrollo estabilizador) se había colapsado; el Gobierno había extendido sus tentáculos por toda la economía, paralizándola en muchos sectores e impidiendo que creciera la inversión; la deuda imposibilitaba cualquier movimiento y buena parte del sector privado estaba quebrado. Las reformas y privatizaciones se proponían reactivar la economía, pero sin amenazar el monopolio priista del poder. Esa condición llevó a decisiones contradictorias, una apertura económica insuficiente, pero incoherente, notorios favoritismos y una indisposición a crear condiciones para que las propias reformas fuesen exitosas.

Ahora, en un contexto político distinto, el País enfrenta desafíos nuevos (algunos viejos y rezagados) y decisiones fundamentales, cada una de las cuales entraña definiciones. La negociación del TPP (Sociedad Transpacífica) y la posibilidad de que EU negocie un tratado comercial con la Unión Europea nos obligan a definir qué estamos dispuestos a hacer para avanzar nuestro desarrollo y enfrentar desafíos -y riesgos- que yacen implícitos en ambos proyectos.

Las contradicciones de las reformas de los 80 y 90 explican buena parte de su limitado resultado: se buscaba abrir sin abrir, institucionalizar sin instituciones, crecer sin costo. En contraste con Canadá, que vio al TLC como el principio -como un instrumento- de transformación interna, en México se le vio como el final de un proceso de reforma. Mientras que los canadienses se dedicaron a construir infraestructura, apoyar el ajuste de su economía y darle facilidades a sus ciudadanos para que lograran una transición exitosa, el Gobierno mexicano se durmió en sus laureles. Con no perder el poder bastaba.

El costo de esa visión truncada es patente: no hubo un reconocimiento de la...

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