Una labor de amor

AutorMaría Luisa Medellín

Foto: Juan Manuel Sánchez

El Sol rabioso de esa tarde de marzo laceraba el asfalto.

Como anestesiada por sus rayos, una pequeña de carita sucia permanecía sentada en la banqueta, mientras su hermano, apenas un poco mayor, intentaba vender chicles entre los automovilistas que se detenían en la luz roja del semáforo, sobre Zaragoza y Constitución.

La madre de ambos serpenteaba entre los coches, llevando en brazos a un bebé de cabellos tiesos de mugre.

Patricia Murguía cuenta que se conmovió al verlos. Avanzó unas cuadras, estacionó su auto y volvió para hablar con la mujer.

Así se enteró que el marido era un drogadicto y los obligaba a ganarse el sustento en las calles.

"Le pregunté dónde dormían y me respondió que les prestaban el suelo de una cantina. Le dije que íbamos a abrir una guardería y podíamos cuidar a sus dos niños más grandes si nos daba autorización".

Al principio, la señora se mostró desconfiada. Entonces, Patricia se identificó con las credenciales del Centro de Adaptación e Integración Familiar, A.C. (CAIFAC), que recién despegaba y le propuso que ella misma llevara a sus hijos a la dirección que le anotó. Al día siguiente lo hizo.

Ésos fueron los dos primeros niños abrazados por la obra que Patricia, Santiago Escamilla y Arturo Moreno, cimentaron desde 1999, y que nació de algo tan espontáneo como una charla.

Ellos aguardaban su turno en el consultorio oftalmológico, y el entonces reciente caso de una niña, violada por su padre, y golpeada por su madre, hasta dejarla en estado de coma, los envolvió en una plática que sonaba a reclamo de conciencia.

¿Por qué no responder al clamor de las pequeñas víctimas de la violencia, si tanto les indignaban los hechos?

¿Qué estarían sufriendo los niños abandonados o expuestos a la negligencia de sus padres? ¿Qué tipo de jóvenes y adultos serían en el futuro?

Patricia, contadora de profesión; Santiago, dueño de una compañía de transportes; y Arturo, gerente de otra empresa de transportistas, se conocían de años atrás.

No era la primera vez que experimentaban preocupación ante la problemática. Sin embargo, las ideas se quedaban girando en el pensamiento, no más.

Aquella tarde de junio de 1998 fue diferente. Estaban decididos a entrar en acción.

No hubo el tiempo suficiente, ni el lugar era el adecuado para concretar algo, pero la inquietud los acompañó a casa, y al otro día se comunicaron por teléfono. Acordaron reunirse en una bodega que desde entonces se convirtió en su centro de planeación.

Ahí estimaron presupuestos e intercambiaron opiniones. Coincidieron que si deseaban rescatar de su entorno a los niños maltratados o en desamparo, debían echar a andar una asociación civil, alguno tendría que renunciar a su empleo para dedicarse de tiempo completo a la tarea, y los otros dos apuntalarían el arranque.

Al colocar en la balanza las circunstancias personales, Patricia parecía la indicada para mantenerse al frente de la obra. Separada de su marido, y con Karla Patricia y Alberto Oliveiro a punto de casarse, se encontraba libre de compromisos, a diferencia de Santiago y Arturo, cabezas de familia, con hijos en etapas de educación básica y universitaria.

"No lo pensé dos veces. Yo dije: sí, me salgo de trabajar", platica satisfecha, con la calidez reflejada en el rostro y en la voz.

"Nada más les pedí un plazo de seis meses para cerrar el año fiscal contable en el centro médico donde estaba, y que contrataran a mi relevo".

En realidad, dice que no se detuvo a pensar qué sucedería si la obra fracasaba, o si el apoyo prometido no fluía, pese a no contar con el respaldo de una pensión...

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