Juan Villoro / La Puerta de Oro

AutorJuan Villoro

"Quiero que me escribas", dijo un hombre de rabiosa cicatriz. ¿Deseaba darme su e-mail? La extraña solicitud me hizo pensar que esa cara lastimada era la consecuencia física de un desarreglo mental.

El desconocido tragó saliva, como si eso le doliera, y siguió hablando. Su propósito era aún más extravagante: quería que escribiera un artículo sobre él. Le dije que los textos por encargo salían mal. Me pidió una oportunidad -"sólo una"- de contar su historia.

"He visto algo que nadie conoce", su mirada adquirió un brillo repentino, pero no siguió con la explicación porque algo pasó en un coche cercano.

Se dirigió a un Chevrolet que parecía estacionado para siempre. Dentro había cuatro niños. El hombre abrió la portezuela, entregó unos caramelos y retiró el termómetro que un niño tenía en la boca. "Febrícula", dijo satisfecho. "Es mi guardería, las mamás trabajan allá enfrente", señaló el coche y luego una oficina de gobierno.

Fue esto lo que me retuvo a su lado. Él quería hablar de algo extraño y yo quería hablar de lo que consideraba normal.

"Soy salvavidas. Estuve en Revolcadero, Pie de la Cuesta, Punta Diamante, you name it", dijo. "He salvado a todo mundo y su perro. Un día salvé tres veces al mismo ahogado. Sólo dejó de meterse al mar cuando le invité unas cervezas y se ahogó por dentro: ¡a las 5 de la mañana le seguía saliendo agua por la nariz!".

Se interrumpió para volver al coche. Un niño quería ir al baño. Lo cargó en brazos y cruzó la calle rumbo a una cafetería. Regresó con dos biberones que había dejado a calentar.

"Salvé mucha gente, ya le digo, hasta que un día me salvaron a mí", pasó el dedo por su cicatriz: "La marca de mi desgracia".

Como tantos acapulqueños, nunca nadó por gusto ni pensó que se pudiera descansar en la playa. Ése era un sitio de trabajo.

"Dios tiene sus caminos, pero el Diablo tiene atajos", comentó sin ilación. Perfeccionó el desorden de sus ideas diciendo: "¡Jamás he usado bronceador! La playa es para mí como la calle para usted".

"Me iba a hablar del Diablo", dije. No contestó porque un niño lloraba. Entró al Chevrolet. Lo oí cantar "Uno soñaba que era rey...".

"¿En qué iba?", preguntó al volver a la banqueta. "En el Diablo", mentí.

"No me meto al agua para divertirme, pero subí a la barca". "¿Qué barca?". "El maldito yate de unas gringas". "¿El yate del Diablo?". "Ya había dejado las drogas, pero caí; ya había dejado las gringas, pero volví a caer. Es más: ¡esas gringas eran mexicanas!".

Hice un ademán...

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