Juan Villoro / Delirio real

AutorJuan Villoro

Durante un tiempo Coyoacán fue una monarquía. La única persona que en verdad se enteró de eso fue el propio monarca.

Llegué al barrio en 1969, en compañía de mi madre y mi hermana. Mis padres se habían divorciado, de modo que la mudanza tuvo algo de éxodo. Nos instalamos en una casa que había pertenecido al dueño de un cabaret, el Quid. La decoración hacía pensar en seducciones de estilo francés. El papel tapiz imitaba un diseño versallesco, un espejo de pared recordaba el salón de Madame de Staël y una mansarda de lámina hacía pensar en la nieve que nunca llegaría. Mi madre suavizó el ambiente de budoir con su inflexible método decorativo: juntar chácharas.

Entre las preseas que ha reunido se cuenta una sopera de cerámica verde, en forma de un repollo enorme. Cuando mi tío Poncho la vio, preguntó en forma elocuente: "¿Esa sopera tiene una historia?".

Mi madre coloca adornos cuya presencia amerita narración. Aquella sopera viajó en sus manos en un avión desde Portugal hasta la casa donde reiniciábamos nuestra vida.

Éramos vecinos de una panadería, lo cual tenía ventajas aromáticas y problemas de roedores. Cuando nos fuimos a quejar con el vecino (un español que enharinaba el pan como si se hubiera enojado con él), nos tranquilizó mostrándonos su pistola para matar ratas. Al saber que no había un "hombre de la casa", prometió mantenernos bajo su custodia, al modo del sheriff del condado.

En esas circunstancias entramos en contacto con Su Majestad. Tal vez llegó a la casa atraído por su aire de falsa aristocracia. Lo cierto es que tocó el timbre y dijo con aplomo: "Soy Antonio Gaitán, el Rey de Coyoacán".

Durante varios años escucharíamos esa presentación rimada. Pero sobre todo escucharíamos sus canciones. Gaitán había sido seminarista y tenía hermosa voz de barítono. En cualquier momento entonaba su himno: "Ron con cerveza y tehuacán: ¿quién es el Rey de Coyoacán?"

La alusión a las bebidas no era casual. Se trataba de una obligación del reino. Cada tercer día, el monarca amanecía borracho en el quicio de la puerta. Le prestaban un cuarto al otro lado de Av. México-Coyoacán, pero a veces no alcanzaba a llegar ahí.

Sus características físicas eran peculiares. Tenía pies enormes y caminaba en zancadas rígidas, al modo de Popeye el Marino. Las palabras fantasiosas que salían de su boca de gran quijada y su mirada encendida confirmaban que había pasado por un psiquiátrico.

Leía durante horas, afuera de la panadería. Una frase podía retenerlo...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR