El hombre que sabe de libros

AutorMaría Luisa Medellín

Vivir de los libros es una odisea, pero Carlos Amero Díaz ha cifrado su éxito en el conocimiento de su público, en la búsqueda de nuevos nichos de mercado y en su buen ojo para estar al día e identificar autores y novedades que llenarán enseguida sus estantes.

Ha pasado casi medio siglo desde que abrió las puertas de su Librería Iztaccihuatl, en Morelos 437 Ote., y es el único que sigue en pie, mientras otros libreros antiguos se han ido, o han cerrado y vuelto a comenzar.

Su negocio es parte esencial de la postal de esta concurrida calle, con el expendio de billetes de lotería del Mago de la Suerte, a un lado, y el café Sanborns, enfrente.

"En julio del 2011 cumpliremos 50 años, y esa permanencia se debe a que vamos con la corriente. No tenemos credo, somos apolíticos y lo mismo vendemos literatura y filosofía, que textos bilingües", dice pragmático este hombre que no aparenta los 80 años vividos, pues es alto, delgado, erguido y lleva el cabello casi albo atado en una coleta.

En su oficina dispuesta en la segunda planta del local, rodeada de volúmenes y a la que se accede por una escalera en espiral, Amero cuenta que sus primeros pasos entre textos y autores los dio a los 17 años.

Nacido en Ixtlahuaca, Estado de México, se trasladó a la capital del País para trabajar como encargado en la Maderería La Tropical, y se dio tiempo para visitar a su cuñado, Orlando Vieira, quien era librero.

"Íbamos a jugar boliche todas las noches y antes de que cerrara yo le ayudaba a vender libros, por hobby. Me gustó siempre ser atento y creo que por eso tenía suerte con las ventas", explica con modestia, haciendo ademanes al aire.

El establecimiento se llamaba Librería Iztaccihuatl, nombre que adoptó al instalarse en Monterrey en 1961, a los 32 años, aunque antes se había desempeñado como agente librero a lo largo y ancho de la República Mexicana.

"A los 21 era vendedor de publicidad en la revista de turismo The Gazer y nuestro portadista era Abel Quezada, quien posteriormente fue mi padrino de bodas en junio de 1953. El caso es que tenía que viajar por la revista y mi cuñado me preparó un muestrario de libros y catálogos en unas cajitas de cartón para ver si vendía algo en esos recorridos y, sí, vendí bien.

"Así estuve 11 años. Yo les pedía, sobre todo a los libreros antiguos, que me dieran consejos y la mejor enseñanza que recibí fue la honestidad, el no engañar a la clientela ni ofrecerle libros invendibles".

Durante esas travesías se percató de que en...

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