Guadalupe Loaeza / La clase del 2004

AutorGuadalupe Loaeza

Hace aproximadamente un mes recibí una invitación muy especial; me la enviaba el decano de la Escuela de Negocios de la Universidad de Stanford, Robert L. Joss. La generación del 2004 se graduaba. Inmediatamente después de leerla y enterarme de que las fiestas se llevarían a cabo a lo largo del fin de semana, llamé a la agencia de viajes e hice la reservación para salir a San Francisco el viernes 11 de junio por la noche. Durante el viaje, veía una y otra vez las fotografías de Tomás mi nieto; la idea de volverlo a ver, al cabo de tantos meses, me enternecía enormemente, pero lo que más me conmovía era asistir a la graduación de mi segundo hijo. Sabía lo dificultoso que había sido para que finalmente fuera aceptado en una de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos y los retos que tuvo que vencer a lo largo de dos años, no nada más como universitario, sino como recién casado y padre de su primer hijo. A pesar de lo estimulante que puede resultar encontrarse en un campus de tanta excelencia académica y humana, no hay duda de que estas nuevas responsabilidades le han de haber resultado, por momentos, a Federico, muy cuesta arriba. Pero, por fin llegaba, con éxito, al término de sus estudios y ahora había que iniciar otra etapa de su vida, ciertamente, la más difícil, la de la lucha por sacar adelante a su familia en un mundo cada vez más caótico y competitivo. En todo esto pensaba en el avión. Cursi y sensiblera como soy, de pronto recordé el día en que conocí a Federico, hace 29 años. Lo primero que me llamó la atención fue el hecho de que llegara al mundo tan bien peinadito, su raya la tenía perfecta. Se hubiera dicho que, antes de salir del vientre de su madre, se había peinado con un peine miniatura. Y al verlo tan correcto y tan bien arreglado, me dije que seguramente llegaría a ser, o un banquero muy influyente, o bien, un empresario importantísimo. No me equivoqué, estoy segura que va para allá que vuela.

De los tres, la más excitada por la graduación de Federico era su mujer. Iba y venía; subía y bajaba; sacaba y metía de la bolsa de pañales una cantidad de lentes profesionales para su maravillosa cámara; llenaba de leche los cuatro biberones de Tomás; buscaba las cachuchas que mejor protegerían a su hijo de los fuertes rayos del sol; hablaba por teléfono con varias de sus amigas para que fueran apartando lugar en el anfiteatro donde se llevaría a cabo la graduación; me mostraba divertidísima la toga que llevaría...

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