Graciela Ríos / Birmania

AutorGraciela Ríos

Me gusta llamarle Birmania, nombre que el pueblo le dio a este país, y no Myanmar, como impuso la junta militar.

Hace años esperaba una noticia de ahí. Hoy que surge, recuerdo cuando mi madre estaba gravísima y aún así resolvió que daba lo mismo morir aquí que allá. Era el último país del mundo que le faltaba conocer y no quería "irse" sin visitarlo.

Expuse mis miedos. ¿Y si requieres una nueva transfusión?, pregunté. "Tú serías mi donadora portátil", respondió. ¿Y si te agravas o te mueres? "Ése sería un problema que ya no me tocaría a mí resolver", dijo sonriendo.

Hicimos las maletas y, rumbo a Asia, realizamos el viaje más maravilloso de mi vida. Nos habían advertido que en ese país el dinero no valía, que era mejor llevar algunas prendas para intercambio.

Apenas aterrizamos y comenzó el trueque. Para cargarnos las maletas, los birmanos hacían señas con la mano exigiendo un cigarrillo.

Llegamos al hotel de Rangún (Yangón) escoltados por militares, algunos de uniforme verde olivo, otros ataviados con camisa de algodón y falda larga, patas de gallo, sombrerito redondo, pañoleta roja y una antigua carabina colgando sobre el hombro.

Antes de que nos entregaran las habitaciones, cuatro compañeros intentaron tramitar su regreso a Tailandia. Lo poco visto del aeropuerto al hotel les fue suficiente para rogar salir de ahí cuanto antes.

La respuesta fue tajante. Nuestro tiempo de permanencia estaba pactado y no había posibilidad de salir antes. En ese momento nos enteramos que al país entraba y salía un avión comercial sólo una vez por semana.

Poco vimos de esta ciudad que fue la capital hasta 2006. Al menos visitamos la hermosísima pagoda Shwedagon antes de que nos trasladaran al interior del país en un pequeño avión de la Segunda Guerra mundial.

En Mandalay se observa aún más la pobreza extrema que padece la mayoría de los habitantes. Niños semidesnudos corriendo por calles sin pavimentar. "Factories" que en realidad son chozas, algunas inundadas en aguas pestilentes, en donde las familias se dedican al bordado. Trabajan hasta los más pequeños, en cuclillas y por horas enteras, sobre bloques de concreto. Entregan el esfuerzo de meses a turistas, a cambio de un perfume, un lipstick, un paquete de cigarros.

Los crepúsculos en Birmania son espectaculares. Nada estorba a la vista. En el horizonte se aprecia el estallido de tonalidades...

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