Germán Dehesa/ El príncipe y el méndigo

AutorGermán Dehesa

No me digan que Diego no se siente príncipe y que Andrés Manuel no es pero bien méndigo. Al comienzo de su rudísima pelea en súper libre, Diego (que había llegado con noble porte y saludando hasta a un perico disecado que tienen ahí en Televisa) ingresó al foro, se sentó regiamente en una como mesa de tepachería que había dispuesto López Dóriga, lo saludó y comenzó a esbozar una sonrisa que se congeló. Este preciso instante es el que me interesa rescatar: Diego ha quedado estupefacto y sus brillantes ojos contemplan algo con antiguo asombro. Esa cara es la que debe haber puesto Cortés cuando miró a Moctezuma por primera vez. ¡Un maya!, habrá pensado Diego. Ahí estaba Andrés Manuel López Obrador vestido con una exótica sinfonía en verdes que le podríamos haber diseñado Monsiváis y yo. Andrés Manuel saludó brevemente (¡un maya hispanohablante!, pensaría Diego) y de inmediato puso sobre la mesa un amenazador tambache de documentos similar al de su contrincante. Se ve que López Dóriga iba a decirles: quiero una pelea limpia, no quiero cabezazos y tal, pero ni tiempo tuvo. Andrés Manuel desenfundó un videocasete rojo como de película porno y solicitó que lo pusieran en transmisión nacional (luego se averiguaría que era Diego exigiendo la quema de los "míticos documentos" del 88). Diego iba de estupor en estupor. El resto, como bien les consta a ustedes, fue una violentísima zacapela. Tengo la impresión de que Diego llegó frío al ring y supuso que en este pleito la victoria sería tan sencilla como en el debate del 94. Lo malo es que su rival le salió respondón y le devolvió golpe por golpe. En estrictos términos de técnica, Diego es muy superior: su manejo del español es impecable, su gesticulación es elegante y exacta y es notable su capacidad para rematar con algún letal sarcasmo sus ráfagas verbales. Los viejos aficionados al boxeo sabemos que cuando se enfrentan un estilista y un ponchador, este último es el que suele ganar. Andrés Manuel tiene un repertorio verbal más limitado; su lengua tropieza reiteradamente con la expresión "de que", su acento sureño suena raro en el altiplano y, por si le faltara algo, en estos pleitos tan apretados tiene que responder por él y por Cuauhtémoc (esto le sucedió en el debate en el Club de Industriales y le volvió a suceder ayer martes por la mañana. Ya sería tiempo de que, a ese tipo de ataques, respondiera sencillamente: esa pregunta hágasela a Cuauhtémoc; por el momento, la bronca es conmigo). Con todo y...

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