Germán Dehesa / El Espíritu Santo II

AutorGermán Dehesa

No hacer nada es una aventura que exige mucho de nosotros. Yo diría que es algo más complicado que internarse en las cavernas de Cuetzalan. Me dirán que los mexicanos estamos genéticamente preparados para enfrentar este reto de no hacer nada. Sí y no. Nos faltan disciplina y tenacidad. Al menor descuido, nos ponemos a hacer algo; no mucho, pero algo. De lo que se trata es de no hacer literalmente nada y esto ya tiene algo de antideporte extremo y de metafísica oriental. Creo haberlo logrado durante casi tres días.

Metros más, metros menos, la Isla de Espíritu Santo tiene las mismas dimensiones que Manhattan. La única diferencia es que en lugar de perecibles rascacielos tiene formaciones rocosas y sahuaros (airosas cactáceas con forma de candelabros). En Espíritu Santo no hay nada que hacer, nada que comprar, ningún centro de diversión, ninguna avenida para hacer manifestaciones, ningún restaurante grande o pequeño; no hay nada. Llegar a este lugar con el alma y el motor sobrerrevolucionados por el frenesí capitalino es, de entrada, una experiencia brutal. No hay agenda, no hay citas, no hay compromisos ineludibles, no hay ningún estímulo para la enajenación, no hay pretextos para no estar con uno mismo. Lo único que procede es sosegarse, olvidarse del "rayo de esperanza" y contemplar.

La mar está en calma y su deslumbrante piel va, en complicidad con la luz, del azul profundo, al rojizo y al purísimo turquesa transparente. En una mínima lancha, cuatro amigos vagan y divagan por este colorido y vívido lienzo. Aquí y allá, pequeñas mantarrayas brotan del océano, hacen una pirueta que es una especie de "volado" hecho con una moneda de plata y regresan al mar. En un rincón de la playa, algunos pobladores, hace cientos de años, construyeron con piedras una especie de alberca que tiene un espacio lateral para que por ahí entre el agua del mar con la marea alta. Cuando la marea bajaba, la alberca quedaba pletórica de peces y especies comestibles. La única tarea era recogerlos, prepararlos e ingerirlos. De los millones de almejas que comieron queda memoria en esas refulgentes cascadas de conchas que brillan al Sol en distintos tramos de la costa. Ya fortalecidos con alimentos tan estimulantes, los primitivos pobladores se disponían, supongo yo, a fabricar más primitivos pobladores y a dejar en el interior de las grutas...

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