Felipe Díaz Garza / ¡¿Transera yo?!

AutorFelipe Díaz Garza

Un patricio romano llamado Publio Clodio Pulcro, dueño de una gran fortuna y dotado con el don de la elocuencia, estaba enamorado de Pompeya, la segunda mujer de Julio César.

Cuenta Plutarco en "Vidas Paralelas" que en cierta oportunidad, durante la fiesta de la Buena Diosa -celebración a la que sólo podían asistir las mujeres- el patricio entró en la casa de César disfrazado de ejecutante de lira, pero fue descubierto, apresado, juzgado y condenado por la doble acusación de engaño y sacrilegio.

Como consecuencia de este hecho, César reprobó a Pompeya, afirmando que no le agradaba el hecho de que su mujer fuera sospechosa de infidelidad, porque no basta que la mujer del César sea honesta; también tiene que parecerlo.

Si la esposa legítima de César fue estigmatizada y castigada, quizás en la inocencia, imagínese lo que le hubiera pasado a la mamá de la mujer de César, si ella hubiera sido la protagonista de la triste historia discriminatoria y asesina que contó el griego Plutarco.

Yo no sé qué le pasó a Pompeya, pero el frívolo guerrero aprovechó el viaje para casarse una tercera vez, lo que puede hacernos pensar que era un plan con maña el del tal Julio César, que acabó pagando el pato acuchillado por su protegido Bruto y sus cómplices.

Mas la historia nos permite mirar con agudeza las entrañas del poder, sobre todo el poder absoluto que ejercían los sátrapas romanos de hace más menos 2 mil 500 años y que inspiradamente ejercen los sátrapas modernos en México o Estados Unidos o Rusia o Venezuela o Somalia o donde sea.

La moral del poderoso es relativa. Tiene que ver más que con estrictos códigos éticos, con el ocultamiento de la verdad.

La mujer de César o la madre de la mujer de César estaban obligadas a parecer honestas, más que a serlo, y a mantener en la oscuridad sus devaneos, pecados o delitos.

La suegra de Jaime Rodríguez, madre de su mujer, insiste en pelear la megapensión que dos funcionarios empleados de su yerno la ayudaron a darse, para lo que la matrona se olvidó de...

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