Felipe Díaz Garza / Guardar para siempre

AutorFelipe Díaz Garza

Hace años, muchos, más de 50, andaba en el sur del Estado, a donde iba seguido de misionero universitario, aunque apenas estaba en preparatoria, la 1, en el Colegio Civil.

Nos juntábamos estudiantes de prepa y de carrera para llevar algo de ayuda al miserable campo nuevoleonés.

En 1960, este movimiento ya existía, alrededor del Centro Universitario, que era como la casa de la Revista Musical Universitaria.

Lo habían iniciado estudiantes anteriores a mi generación: Leo Lozano, Pancho Valdez, Rolando Guzmán, Adolfo Flores, Macedonio Alanís, Gerardo Martínez, Chalo Tijerina y otros a los que pido disculpas porque sus nombres me eluden por el momento.

El ex Rector Rangel y el Rector Mora apoyaban al grupo para que extendiera los beneficios de lo que estábamos estudiando a otros que no tenían beneficios de nada.

Dispénseme si ya le conté esto antes, pero es que la memoria de lo que entonces vi, de Linares para abajo en el mapa, me acompaña obsesivamente para siempre.

Un día en una Semana Santa varios nos quedamos sin qué comer, porque no cargamos la lonchera.

Alguien nos dijo que había una especie de estanquillo en medio de la nada polvosa del semidesierto, caliente de día y helado de noche, cuya dueña vendía cosas para comer.

Nos acercamos al changarrito y le preguntamos a la señora, una mujer de media edad envejecida desde niña, por unos tacos de barbacoa o chicharrones.

"No", me dijo la marchante, "aquí no hay de eso".

Tontamente abrí la bocota otra vez, para salir con mi batea de babas: "Ah, es que son días de guardar por la Semana Mayor".

Sin inmutarse, la mujer me respondió: "Cállate, güerco pendejo, que aquí guardamos todo el año".

Finalmente, nos vendió en nada -así de corta la cuenta- unos nopales tatemados revueltos con huevo, un huevo para un montón así de grande de pencas.

Por supuesto que, igual que la guarda permanente de carne, la practicaban nuestros hermanos, a los que debería darme vergüenza llamarlos así, por dejarlos en el abandono, con el agua, que juntaban, cuando de milagro llovía.

Captaban el escaso líquido, igual que lo hacen hasta la fecha, en aljibes apestosos por putrefactos en los que bebían los animales flacos, igual que el vecindario...

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