Familias a la espera

AutorDaniel de la Fuente

Carlos se fue un jueves. Dora lo cuenta en tanto pone en la lumbre la olla con frijoles y luego se sienta en la mecedora afuera de su casa. Recuerda que esa noche su esposo tomó la decisión en minutos. Nomás le propuso el sobrino -¿tons qué, tío?, ¿se va o se queda?-, y el hombre, angustiado por deudas que debía pagar, comenzó a guardar ropa, tortillas.

Pequeña y morena, la mujer, quien trabaja como enfermera en una clínica de un municipio del norte de la entidad, se sentó en la modesta sala de su casa, frente a las telenovelas, y miró triste el empacar de su marido. El hombre les dio un abrazo a sus dos hijos, un beso y un abrazo a su hija y un largo abrazo a Dora.

La luz de dos décadas de matrimonio, afirma ella, iba caminando esa noche por la calle tras el marido.

Carlos y el sobrino llegaron en camión hasta la frontera y bajaron a pie hasta la ribera del Bravo. Debieron esperar, porque hacía mal tiempo. Al término, cruzaron a Nuevo Laredo y esperaron a que los recogiera un auto. Todo por 2 mil dólares cada uno.

"Yo estaba en ese momento en la mecedora de la casa, rece y rece, porque sabía que en ese momento tenían que ir en el carro", cuenta Dora. "Tenía miedo, porque se metieron en la cajuela para cruzar el punto de revisión que hay entre Nuevo Laredo y San Antonio. Estaba rece y rece, rece y rece".

Temía también, porque la primera vez que Carlos intentó cruzar a Estados Unidos por el río, unas semanas antes, unos cholos llenos de tatuajes, con palos y piedras, los recibieron del lado estadounidense y les quitaron ropa, tenis y dinero; los golpearon y los obligaron a entrar en calzoncillos al país extranjero.

"¿Qué se siente entrar desnudo a un país que no conoces?", le preguntó Dora a su regreso y él no supo qué contestar. Ya de 50 años, el hombre sólo se puso a llorar, estremecido por la experiencia.

Dora estuvo esa noche de la partida y el día siguiente rece y rece. Su hija, quinceañera, no fue a la escuela, y se la pasó viendo telenovelas.

Al fin en la noche del viernes, Carlos llamó. Una vecina le gritó a Dora -¡ándale, es él!, ¡vente!- y ésta brincó de la mecedora y casi se tropieza rumbo al teléfono. Lo tomó y llorando le preguntó "¿Carlos?, ¿a'i estás?", y no se calmó hasta que escuchó la voz de su marido.

"Ya llegué, gorda", le dijo con voz cansada. "Estoy bien".

Entonces Dora dice que comenzó a llorar quedito y despacito, derramando lágrimas gruesas por el sentimiento.

"Hasta ese momento me di cuenta que me iba a hacer falta", cuenta ahora. "Cuando supe que ya había llegado dije 'ah, Chihuahua, no se hubiera ido'".

Aprovechando que se hospedaba en casa del sobrino, Carlos encontró trabajo de mecánico en un taller. En tanto, en casa de Dora los problemas iniciaron casi de inmediato.

"Sí nos empezó a enviar 100, 150 dólares por semana, pero pa' pronto el mayor, de 19 años, dijo que se quería salir de estudiar, que quería ponerse a trabajar para ayudar", explica la mujer, cuyo horario de trabajo es todo el día, por lo que se apoyaba en el marido para el cuidado de los chicos.

"La situación estaba difícil, pero le insistí que no dejara las clases. Aceptó a regañadientes. Ahora trabaja en un servicar y no dejó de estudiar".

El otro muchacho, de 17 años, ni siquiera avisó que abandonaba la escuela. Ambos jóvenes beben mucho, y sobre todo el segundo, llega hasta la madrugada.

La niña, por su parte, bajó sus calificaciones. Los días sin el padre, pues, hicieron mella en la familia.

A Carlos le fue requerida por su sobrino una cantidad por el hospedaje, lo que le obligó a dormir en el...

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