Entre el deber y la pasión

AutorDaniel de la Fuente

Sin haberlo decidido del todo, Emma Myrthala Cantú presentía que esa noche participaba en su última función. En una escena de "El Cuadrante de la Soledad", la actriz iba del llanto a la risa. El llanto era real.

Dirigida por Rogelio Villarreal, daba vida a "Colombina", una prostituta de falda desgarrada y peluca alborotada y amarilla que, dice, le hacían ver horrenda.

Así recibió su presea de participación en la Muestra Nacional de 1986. Le dio pena pasar con esa ropa, pues tenía listo un vestido que no tuvo tiempo de ponerse, pero en su memoria late aún el aplauso de un público que llenó el Teatro de la Ciudad, y cuyo recuerdo la arrebata de emoción.

No se despidió del teatro, porque nunca le puso fecha a la partida. Dubitativa, la luz del reflector sobre su rostro, una parte de ella le decía adiós silenciosamente al escenario, pero otra gritaba de desesperación, negándose.

"Fue el sacrificio más grande de mi vida", recuerda la actriz, nacida en Monclova en 1929 y llegada a Monterrey a los 3 años por el empleo de su padre en la Estación del Golfo. "No lo lamento, porque lo hice por mamá. Estaba enferma y no podía dejarla más en la noche, pero siempre resulta difícil dejar lo que te gusta. El teatro era, es, mi casa".

Esa noche llegó a casa y le enseñó a Amanda González, su madre, el reconocimiento. Amorosa, la anciana le sonrió, orgullosa, pero no dudó en decirle que se había sentido sola. En ese momento, dice Emma, entendió que no tenía derecho a ser feliz en el teatro, mientras su madre contara en soledad los minutos de sus últimos años.

Entonces comenzó a rechazar ofertas que con el tiempo dejaron de llegar. Así pasaron 12 años, hasta que murió su madre, con Emma al lado recogiendo su último suspiro.

"Emma vive intensamente, es un ser seducible. Siempre está descubriendo cosas, está en armonía con la vida".

Habla Luis Martín Garza, quien dirigió a Emma en obras como "La Danza que Sueña la Tortuga", uno de sus papeles memorables. La conoció como maestra de piano de su amigo Gerardo González, el alumno más conocido.

El rostro de 73 años de Emma es de una belleza adusta, lejos de la vejez: el peinado de salón, las cejas pobladas sobre unos ojos que miran severos y tiernos a la vez, y una sonrisa que va hacia la carcajada, a la explosión de júbilo.

"Entrarle al teatro fue absolutamente casual", comenta mientras bebe café con leche frente a una larga mesa de madera antigua sobre la que se encuentran álbumes fotográficos y un platón de...

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