CONTRAPUNTOS / Guerra sucia electoral

Nos permite conocer el nivel político de los candidatos sin el filtro paternalista del Estado.

Héctor Zagal

Los recientes pleitos de verduleras entre políticos son un espectáculo vergonzoso. Y las campañas publicitarias no se quedan atrás. No defenderé lo indefendible. Mi argumento va por otra dirección.

Cuando yo era pequeño, mi madre me prohibía presenciar las frecuentes riñas entre las comadres de mi vecindario.

No eran un buen ejemplo para un niño pequeño, para un hijo de buena familia.

¿Debe nuestro bondadoso Padre-Gobierno impedirnos que veamos a nuestros legisladores agarrados del chongo?

¿Nuestras sapientísimas autoridades deben impedir que presenciemos tales desfiguros?

Todo depende de si nos consideran menores de edad o adultos, de si las autoridades se conciben a sí mismas como nuestros padres o como nuestros empleados.

Efectivamente, el nivel de las discusiones políticas en México es muy bajo. Poca sustancia. Todos sabemos cómo es esto. Un día se orean los trapitos de uno, el siguiente se ventilan las intimidades del otro, al que sigue se revelan las fotografías o grabaciones telefónicas de otro más.

Si nos sirve de consuelo, en otros países ocurre lo mismo.

Volteemos un instante al norte. Las recientes campañas en Estados Unidos no fueron una muestra de erudición. Lo mejor de aquellos dimes y diretes lo sacó el candidato demócrata Barack Obama, no tanto por su elocuencia, cuanto por su retórica esperanzadora.

Movamos, ahora, un poco el lente sin salirnos del cuadro para encontrar a Hillary Clinton.

Doña Hillary estuvo involucrada -no lo protagonizó- en uno de los mayores escándalos de la política estadounidense: el affaire Lewinsky en 1998.

Más recientemente, Eliot Spitzer perdió la chamba de Gobernador de Nueva York en 2008 por un escándalo de prostitución que lo involucró. "En todos lados se cuecen habas", dice el refrán.

Lo sé, en política, la guerra sucia nos arrebata la virginidad y el candor. Insisto, no es mi propósito alabarla. Mi intención es defender a los ciudadanos. No somos menores de edad.

Nosotros debemos castigar -a través del voto- a los partidos y funcionarios que participen falazmente en la discusión política.

El Estado no debe quitarnos el derecho a escuchar incluso la idiotez de los políticos, entre otras razones, porque el gobierno está formado por los mismos políticos.

Reconozco mi filiación liberal en este punto: un gobierno que pretendiese depurar la discusión pública atentaría contra el espíritu...

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