Casualidades 'Saramaguianas'

AutorPilar del Río

El limbo de los discos duros y el tiempo

Algunos libros necesitan una explicación, y este es uno de ellos. No será por el contenido, continuación feliz de cinco volúmenes anteriores que se publicaron en tiempo y hora, sino por las circunstancias que han hecho posible que hoy, querida lectora, querido lector, estas páginas lleguen a sus manos, veinte años después de que fueran escritas y diecisiete años más tarde de que el autor anunciara que aparecerían «en breve» porque el destino de los libros escritos es llegar a los lectores, no permanecer alojados en el limbo del disco duro del computador.

José Saramago dio noticia de la existencia del Sexto Cuaderno de Lanzarote en el epílogo que escribió para la edición en español del Cuaderno de 1997 y en la posterior presentación del libro en Madrid, que tuvo lugar en octubre de 2001.

Al saberse la novedad, los editores aplaudieron y los lectores nos felicitamos y nos pusimos a esperar la narración de los días del año en que el escritor recibió el Premio Nobel, seguros de que esas páginas, además de un nuevo acercamiento al ser humano que conocíamos, nos desvelarían detalles de los días de Estocolmo, que suponíamos extraordinarios. Unos y otros demandamos la publicación de este diario cuanto antes, pero pasaba el tiempo y el nuevo Cuaderno de Lanzarote no aparecía, aunque sí llegaban noticias de viajes, conferencias y otras actividades públicas que justificaban que el lanzamiento del volumen, pese a haber sido anunciado, se fuera posponiendo.

Por aquellos días, José Saramago cambió de computador y, por decisión de quien con él estaba, dejó de tener en la pantalla la amenazadora lista de asuntos pendientes que tanta ansiedad le provocaba: para cumplir con el oficio de escribir bastaban las exigencias propias de la literatura y de su personal proyecto de no tener prisa y no perder tiempo, así que se le limpió el paisaje de otras presiones sin ser conscientes de que junto a apremios prescindibles pudieran encontrarse flores recién cortadas, frescas y luminosas, como era el diario del 98.

A veces alguien preguntaba por el Sexto Cuaderno, pero con tanta discreción lo hacía que ni el propio autor se sentía aludido, como si haber anunciado que el libro se publicaría en breve fuera suficiente para que cumpliera su destino.

Así fue pasando el tiempo, apareció La caverna, otros libros aparecieron, y el sexto volumen de sus diarios no tuvo más remedio que atrincherarse de nuevo en el disco duro del ordenador...

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