Carlos Monsiváis / Lecciones de Semana Santa

AutorCarlos Monsiváis

En el Siglo 21, la tradición prevaleciente de Semana Santa en el mundo cristiano es el espíritu vacacionista. Persiste el ánimo religioso (ya en muchos casos contaminado del afán de reservar un sitio para la temporada en el Más Allá), los feligreses no dejan ver los templos (como los árboles y el bosque), y los sermones se despeñan sobre el alma contristada, la de los pecadores que atisban el Vía Crucis y la resurrección desde su certeza terrenal: el consuelo de la fe compensa de la pena de no salir de la ciudad, porque, además, y aquí vienen los beneficios complementarios, no hay dinero, las carreteras son muy peligrosas, los hoteles están carísimos, un "cocofizz" te cuesta lo que un Mercedes Benz (exagero en mi afán de abatir la vanidad del automóvil), las playas están contaminadas, en los pueblitos te encuentras a todos los que no soportas en la ciudad, los hijos se niegan a acompañarte porque tiemblan nomás de imaginarlo, tú mismo te estremeces de horror al recordar los diálogos de tus suegros o de tus consuegros o de tu nuera que se siente en culpa desde que no hizo la visita de las Siete Casas por irse a contemplar el crepúsculo (eso alegó). Lo anterior es frívolo y difama a los fieles, pero no es necesariamente calumnioso desde el día en que la modernidad y sus hedonismos le fijaron un tiempo a las creencias. (Se es creyente, pero a sus horas). Y salvo la respetable minoría conspicua, nadie se exime de los nuevos ritos.

¿Qué tan religiosos son los rituales de la modernidad? Obsérvese la tradición de las vacaciones. Los vacacionistas de México se dividen en dos grandes vertientes en pos de lo excepcional: a la primera, la de la masificación iniciada en la década de 1940, la distingue el impulso broncíneo o el culto de los bronceadores, y localiza su primer centro ceremonial en las playas de Caleta y Caletilla, y La Quebrada en Acapulco, con la aglomeración que embotella las playas y le confisca a las olas su vocación tumultuosa (o algo así de rimbombante y cursi). La otra vertiente, la de la cacería del Paraíso Perdido, indaga en los sitios desconocidos de la provincia y encuentra los escenarios idílicos donde se come regiamente por casi nada, y en donde los paisajes aportan el sentimiento devoto que se hubiese dado burocráticamente en las ceremonias eclesiásticas (eso dicen). ¡Ah, Mixquic en 1950! ¡Ah, Tlayacapan! ¡Ah, Chapala! (medio siglo después, en esos u otros pueblos alguien recuerda que conoció alguna vez un nativo del lugar).

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