Carlos Monsiváis/ Historias de la transición

AutorCarlos Monsiváis
  1. Las dos ideologías

    Jaime Arellanes y Ricardo Salvatierra se conocieron desde los años universitarios. Desde entonces, como solía suceder en épocas freudianas, cuando la carrera profesional era el equivalente del destino, ambos sabían perfectamente qué esperar de sí mismo y del otro. Arellanes era priísta, lo llevaba en la sangre y en esa parte del alma que es más importante que la sangre: el sistema de comparaciones, solía comparar al PRI con la Venus de Milo ("no tiene brazos porque ésos dependen de la voluntad popular"), con el David de Miguel Angel ("no por el aspecto, sino por su amor sin ropaje alguno a México"), y con la Gioconda ("sonríe enigmática porque sabe que siempre nos aguarda el Progreso"). En su oportunidad, Salvatierra, militante de izquierda, invertía las horas en caracterizar al Estado burgués ("si es burgués, es que no tiene entre sus fines repartir equitativamente la riqueza"), y en convocar a la Revolución ("escucha: si no tienes nada qué hacer el viernes en la tarde a las seis en punto, acude al Auditorio Fidel Castro, antes Generalito, en San Ildefonso, para acompañarnos a la toma del poder").

    Arellanes y Salvatierra se encontraban en los pasillos y se dedicaban al intercambio de insultos y ofertas de pronta demolición (si no los veía nadie, se abrazaban). Pasó el tiempo con lentitud al principio, por que no eran épocas de acelere histórico, y Arellanes hizo una carrera fulgurante: secretario particular del Señor Ministro, diputado federal, Oficial Mayor, todo menos Secretario de Estado. Y la trayectoria pausada, casi negligente, lleno de miradas triunfalistas a las cámaras y micrófonos, y sin atisbo de autocrítica (bueno, salvo el íntimo dolor de no ser Ministro).

    Salvatierra se recibió con una tesis mal vista ("Hambre y lucha de clases. De cómo los desposeídos no triunfan por avitaminosis"), donde proponía que se subsidiara a los proletarios para que pudiesen hacer la revolución: "Así de mal comidos, no toman ni una cafetería, no digamos Palacio Nacional". Los sinodales lo regañaron, él los enfrenta con epítetos inesperados ("Socialpendejos/ Psicorrevisionistas/ Fraccionalistas de la neurona"), y se fue sin escuchar siquiera el otorgamiento del Magna cum laude, nada más por fastidiarlo. Luego, dio clases en una escuela para trabajadores, vendió libros revolucionarios en la calle, cantó en los camiones y el Metro corridos proletarios, en fin, se afanó por seguir productivamente en la lucha. Sólo algo lo apenaba...

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