Canto a Gonzalo Rojas

AutorJeannette L. Clariond

Un poeta no cesa nunca de nacer. Sus palabras nos crecen en el alma o son árboles, ríos que un día mojarán nuestros pies. Un poeta es raíz, cielo donde el sol es la única semilla. Gonzalo Rojas Pizarro es una rama desnuda cuyos labios nombran la sed. Él vino a Monterrey, al Barrio Antiguo, a las calles adoquinadas de la Catedral, estuvo en Marco, en la Cátedra Alfonso Reyes del Tec. También acompañó a José Luis Cuevas en el Museo Metropolitano, cuando juntos reimaginaron la tinta de Picasso.

Un poeta puede transformar la piel de una ciudad. Sus cerros, valles y colinas, las frondas de los árboles, los pájaros y grillos, lo que ven y lo que no quieren ver, son reimaginados por esa voz que entrevé las alas del destino.

Un poeta es agua, gota que huella la piedra. "Neologismos", dijo a los jóvenes, "atrévanse a usar silogismos". Ellos tenían sed de oír lo que el poeta vino a decirles, a hablar de su visión de la poesía, la única realidad. Talleres, lecturas, charlas... ellos, los jóvenes, entendieron que el habla es raíz, fundamento, patria. Y la patria del poeta, su casa, es la lengua, la que se ha sabido ejercer con libertad, con gracia para decirlo con Rojas, con un silencio casi sagrado.

Lo que Rojas solía llamar "ocio" no era sino olfato, sigilo, contemplación, irreverencia, ojo. "Usted ve con un solo ojo -le dijo su ofta-, pero qué importa si usted sueña con los dos". Al estilo Hölderlin, el asombro, no el lamento por la pérdida, su apuesta fue el asombro. William Golding pidió que eso se escribiera sobre su tumba.

Para visitar la palabra de un poeta no es necesario viajar, no es necesario morir. Mejor imaginar la piedra, la tabla donde duerme, las flores hermosas de su jardín, la mesa, el cuchillo, los pétalos. Los jóvenes sentados en las butacas del auditorio aquella vez estaban viendo viajar la voz hacia las minas de Chile, hacia su río, El renegado, el torreón, las altas crestas.

Un poeta es lluvia que cae sobre el mar una tarde de marzo. A Gonzalo Rojas lo amé, cuánto amé su alma. Sobre la mesa, el vino sin decantar, y el hambre. No comió a pesar del hambre. Y de México, Octavio Paz, Teotihuacán, que visitó con él. De Chihuahua, Sainápuchi y Artaud. De Chile los mineros, a quienes leyó a Heráclito. Y a Catulo. Y Dios, ¿quién era ese Dios de Rojas -el poeta y de Rojas hombre- que por indignación durmió en tablones hasta el sopor, pero quejarse no, asco el lamento.

Gonzalo Rojas Pizarro, hijo de minero, nace marcado por el carbón:

Ah...

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