Bora Bora: Caída del cielo

AutorÓscar Álvarez

Fotos: Óscar Álvarez

Vista desde el aire parece irreal, una alucinación, un sueño.

Los cuernos del monte Otemanu, negra cresta de volcán extinto, despuntan a 727 metros de altura sobre el pedazo de tierra color jade que se demora en numerosas quebradas antes de entregarse al mar.

Pero la laguna es lo más asombroso. Encerradas entre la isla y el anillo coralino cubierto de cocoteros que la abraza, las aguas del Pacífico se hacen un espejo donde, según el humor de la luz, viran de un tono a otro todos los azules posibles: cobalto, turquesa, zafiro, añil, índigo profundo.

La belleza insolente de la perla de las Islas Bajo el Viento, en la Polinesia Francesa, es la referencia que sirve para medir a sus demás compañeras dispersas a lo ancho y largo de los Mares del Sur.

Quienes han viajado mucho aseguran que se trata de la isla más hermosa que existe.

Hay algo de arquetípico en Bora Bora, el aura de un mundo primordial en la mañana de la creación, de paraíso terreno habitado por "buenos salvajes".

El viajero siente de pronto que el resto del planeta sobra, que en este lugar los problemas cotidianos se quedan atrás.

A Bora Bora se desearía arribar en barco. Si no en un velero del Siglo 18, al menos en algún catamarán de los que navegan desde Tahití o de la más cercana Raiatea, pero son pocos los afortunados.

Casi todos los turistas llegan por vía aérea, resignándose a una primera imagen medio vista a través de la ventanilla sucia del avión. Con todo, la panorámica desde las nubes gana en espectacularidad lo que pierde en romanticismo.

La laguna se aprecia en su completa grandeza, cada vez más cerca, a medida que la aeronave enfila hacia la pista de aterrizaje.

Regreso a la tierra prometida

El breve paso por las instalaciones aeroportuarias (banda de equipaje, facturación, oficinas de recepción) nos arroja de nuevo ante el perfil montuoso de Bora Bora y su laguna azul.

Casi sin darnos cuenta tendremos un collar de olorosas tiarés, la flor blanca de la Polinesia, colgando de nuestro cuello al tiempo que escuchamos suaves palabras de bienvenida, "Iaorana, maeva".

En un embarcadero aguardan las lanchas para distribuir a los turistas en los hoteles.

Y es un alivio verlos desaparecer (desde las parejitas de japoneses con la arrobada felicidad tatuada en la cara, hasta los circunspectos jubilados franceses) y alimentar un poco la ilusión de tener el paraíso entero para uno mismo.

Esto no parece fácil, pero ciertos momentos lo permiten.

Instalados en un...

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