Semana Santa: Misticismo oaxaqueño

AutorFlorencia Podestá

Cuando pensamos en Oaxaca lo primero que nos viene a la mente son sus calles coloniales de casas bajas y colores pastel, su arte popular de diversidad infinita y sus cielos de aire transparente y profundidad azul.

Pero si hay algo que la distingue son sus fiestas durante casi todo el año, ya sean religiosas, populares o en ocasión de eventos artísticos.

La Semana Santa o Semana Mayor es una celebración que en la capital oaxaqueña tiene una historia particular.

La Procesión del Silencio tiene lugar cada Viernes Santo desde hace cientos de años, cuando los monjes dominicos españoles lograron, a través de sus labores misioneras, que los indígenas participaran en la fe y en los festejos más sagrados del cristianismo, en este caso, la conmemoración de la Crucifixión.

En tiempos de la Revolución la tradición fue interrumpida y se reanudó en 1986.

Ese año, en la Parroquia de la Sangre de Cristo se reunió un grupo integrado por el Padre Osorio, Ana Bravo de Vasconcelos, el maestro José Humberto Palancares y Carlos Ocampo Prieto y juntos organizaron el rescate de esta costumbre.

La Procesión del Silencio sigue un orden programado. Esperamos frente al Templo de Santo Domingo, que es acaso sin exagerar la iglesia del barroco indígena más extraordinaria de México.

Frente a ella, los paseantes esperan el anochecer bajo la sombra roja de los framboyanes en flor.

La gente se reúne aquí, personas de diferentes regiones del País y del mundo parecen reencontrarse casualmente y reconocerse.

Unas mujeres reparten entre los presentes ciriales hechos artesanalmente; cada uno enciende su pequeña vela dentro de la tulipa, y nos disponemos a participar de la procesión con nuestra flor encendida.

Frente a nosotros se presenta una imagen impactante: un hombre encapuchado, descalzo, cubierto apenas con un taparrabos y llevando una corona de espinas en su frente aparece cargando una cruz muy grande y pesada.

No es de utilería, verdaderamente es lo que parece. Tras él van más penitentes encapuchados, descalzos y semidesnudos, que se azotan (discretamente) las espaldas con pequeñas fustas.

Los sigue la Cofradía de las Siervitas, damas de la Virgen de los Dolores, de riguroso luto, acompañando a la imagen de la patrona de su orden.

La Vigen de los Dolores, sobre un carro rebosante de flores, es llevada en andas por un grupo de penitentes con túnicas y capuchas cónicas de color violeta.

La escena nos impresiona con su mezcla indiscernible de belleza, dolor, morbo...

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