Revisiones/ Réquiem por un amigo que inicia su leyenda

AutorEnrique Mijares

Al dramaturgo Jesús González Dávila le cohibía que se refirieran a él como al ser inefable que en realidad era. Le molestaban los elogios, acaso porque siempre se le escatimaron.

Y no le faltaba razón. Las veleidades del medio lo habían vuelto huraño y las instituciones culturales, con su displicencia discriminatoria y su arbitraria asimetría, lo tornaron irremediablemente arisco, áspero, sarcástico, mordaz.

Modesto de suyo, humilde por antonomasia, empezó a disculparse por existir, empezó a acomodarse en cualquier rincón, a conformarse con respirar por las rendijas de un sistema artístico extremadamente cruel, y a contemplar por el ojo de la cerradura el éxito de los demás.

Se exacerbó su espíritu de voyeur y se convirtió en el denunciante implacable de la podredumbre social, en el mirón inclemente de los bajos fondos del ser humano, en el inocente que no tiene más remedio que mirar lo que mira porque lo tiene delante de los ojos; y aunque le escuezan las córneas no le queda otro remedio que permanecer puro, testimoniando el tremedal que le rodea sin tocarlo, sin corromperlo, como un santo suspendido en el abismo, como un redentor que expía las culpas ajenas, como un niño que arranca de entre el fango la cizaña y la sostiene en sus manos cual si se tratara de una flor.

Nadie lo entendió. Los jerarcas del privilegio, los olímpicos distribuidores del subsidio, los envidiosos colegas e inclusive los supuestamente sensibles artistas del teatro, esa comunidad acomodaticia y miope, presintiendo amenazada su intimidad y revelados sus secretos más terribles, lo relegaron, le asignaron el triste papel del reconocimiento parpadeante, el que se dosifica a cuentagotas, sólo para mantener con frágil vida al agonizante.

Enfermo, sufriendo el menoscabo de sus facultades físicas a causa de un cáncer ineluctable, Jesús González Dávila no vivió sus últimos años como un autor acabado o disminuido, por el contrario, su producción iba ganando en acuciosidad, contundencia y profundidad; revisó y puso al corriente sendas nuevas versiones de las liminales Noche de bandidos y Los gatos; concluyó Son amores y Quién baila mambo; y un buen día, tal vez fatigado de luchar contra la corriente, se retiró del mundanal ruido dejando inconclusas en el escritorio Albatros, Fiesta de invierno, Angel impuro, Rolando por los caminos del Señor, Viejo de Bulevar y Transfigurado ritual.

Lo vi unos cuantos días antes de su muerte y en cierta manera nos despedimos...

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