Proyecto Familia / Un burro y un buey

Alejandro Ortega Trillo

Según la tradición, junto al Niño Jesús, en el establo de Belén, había un burro y un buey. No sin una razón bíblica: "Conoce el buey a su dueño, y el asno, el pesebre de su amo".

Se antoja, además, una razón práctica: los dos animales, con el calor de su cuerpo y la humedad de su aliento, servirían de improvisada incubadora al recién nacido.

Pero ninguno de los dos tiene buena fama.

El burro simboliza la falta de inteligencia, necedad y terquedad, por decir lo menos. El sustantivo "buey", por su parte, con una extraña variante en "g" y con diéresis, se ha convertido en un apelativo neutro y universal no muy elogioso. El caso es que estas dos imágenes de la irracionalidad son figuras de primer plano en Navidad.

Desde que San Francisco de Asís los colocó junto al Niño Dios en el primer Nacimiento de la historia, su presencia es casi tan obligada como la de María, José y el Niño.

Cabe pensar, por tanto, que detrás de sus ojos impávidos y de su inexpresivo rostro, han ido fraguando una sabiduría madurada a lo largo de siglos de contemplación.

Si les dejáramos hablar, ¿qué dirían el burro y el buey?

· A los racionalistas les dirían que el Misterio de la Navidad sólo se comprende desde el corazón. Que es preciso apearse de la lógica y descalzarse los cerebralismos para contemplar con fruto a un Niño dormido.

· A los pesimistas, que aquel Niño ha sido la mayor esperanza cumplida y aterrizada, tan contundente como su carne y tan olorosa como sus pañales.

· A los frustrados y enojados con la vida les mencionarían que también el Niño comenzó la suya en medio de problemas. Que el hecho de ser Dios no le ahorró ninguna mala...

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