Primera lectura: El sueño de la historia

AutorJorge Edwards

Soñó que su cabeza era una torta redonda, de carne con mazapán, una coraza comestible, y que un sujeto monstruoso, un energúmeno hambriento, trataba de sacarle un pedazo con una cuchara de estaño. El se defendía como loco, dando alaridos, hasta que lo despertó la campanilla del teléfono. Era su padre, con la voz muy alterada, y le insistía en que tratara de conseguirle, con sus amistades (¿qué amistades?), un buen fusil ametralladora.

-¿Un fusil ametralladora? Sí, decía, y le explicaba que había de marcas y procedencias muy diversas, y él quería uno lo más liviano y lo más fácil de manejar que fuera posible.

Porque si llegaba otro asaltante nocturno, había que reaccionar, disparar rápido, ¡pif!, ¡paf!, ¡pum!, gritaba por el teléfono.

El, francamente alarmado, con la sensación de que había salido de una pesadilla para ingresar en otra, trató de tranquilizarlo, y colgó el fono sin haberlo conseguido. Las sábanas, a todo esto, se habían puesto frías. Quería meterse en sus papeles de nuevo, y organizarse para narrar alguna de las historias, porque no era otra cosa, después de todo, que un narrador, pero para eso necesitaba descansar bien: los efectos del viaje y del encuentro todavía le pesaban, y el llamado de su padre, para más remate, le había jodido la mañana. Llamó en ese momento la secretaria del Cachalote, una voz muy atenta, bien educada, y le anunció que don Alberto pensaba pasar por su casa a la una en punto.

-¿Para qué?

-No sé. Me parece que piensa llevarlo a un almuerzo en el Club.

-¡Un almuerzo en el Club!

El Cachalote tocó el timbre a la una en punto, entró, y comentó con su entonación zetosa, salivosa, que vivía en una cueva grande, un poco fétida, con olor a meado de gato.

-Pero el cuadro de Smith no está mal -concedió-, y la vista de los árboles de la Plaza. A pesar de la mugre de los balcones. ¡Mugre de siglos!

El terminó de ponerse una corbata, silbando, sin hacer mayores preguntas acerca del almuerzo. Salieron a la galería y comprobaron que al fondo había un tenor, probablemente aficionado, aunque quizás, para colmo, profesional, y que en ese minuto se entretenía en hacer gárgaras con un aria de Rossini.

-Nunca me han molestado los cantantes -dijo él, mientras abría las puertas de rejas de la jaula del ascensor.

-Y jamás te han molestado las putas, si es por eso.

-¡Jamás de los jamases!

Salieron a la calle, al gentío del Portal, muertos de la risa, y caminaron por Ahumada hacia el sur muy alegres, mientras el Cachalote...

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