Piedra de Toque / Una idea de Europa

AutorMario Vargas Llosa

Según él, Europa es ante todo un café repleto de gentes y palabras, donde se escribe poesía, conspira, filosofa y practica la civilizada tertulia, ese café que de Madrid a Viena, de San Petersburgo a París, de Berlín a Roma y de Praga a Lisboa es inseparable de las grandes empresas culturales, artísticas y políticas del Occidente, en cuyas mesas de madera y paredes tiznadas de humo nacieron todos los grandes sistemas filosóficos, los experimentos formales, las revoluciones ideológicas y estéticas.

Es verdad que en la Europa anglosajona el café casi no existe, y que el pub y la taberna carecen de solera intelectual, son lugares donde se va antes a beber y comer que a conversar, leer o pensar y que, por lo tanto, ese denominador común europeo se adelgaza mucho cuando salta de la Europa continental y mediterránea a Inglaterra, Irlanda y los países nórdicos. Pero, en cambio, la segunda seña de identidad europea es compartida por todos los países europeos sin la más mínima rebaja ni excepción: el paisaje caminable, la geografía hecha a la medida de los pies. Ese paisaje civilizado lo es porque, aquí, la naturaleza nunca aplastó al ser humano, siempre se plegó a sus necesidades y aptitudes, nunca dificultó ni paralizó el progreso. En vez de candentes desiertos como el Sáhara, o selvas jeroglíficas como la Amazonía, o heladas llanuras estériles como las de Alaska, en Europa el medio ambiente fue el amigo del hombre: facilitó su sustento, la comunicación entre pueblos y culturas diferentes, y aguzó su sensibilidad y su imaginación. Los europeos se entremataban por razones religiosas o políticas, pero el paisaje no tendía a aislarlos sino a acercarlos.

El tercer rasgo compartido es el de poner a las calles y a las plazas el nombre de los grandes estadistas, científicos, artistas y escritores del pasado, algo inconcebible en América, dice Steiner, donde las avenidas se suelen designar por números y las calles por letras y a veces nombres de árboles y plantas. Sólo en Europa ocurre, como en Dublín, que en las estaciones de autobuses se instruya a los viajeros sobre las casas de los poetas de la vecindad. Esto, dice, no es casual: se explica por la abrumadora presencia que el pasado tiene en la vida europea del presente, en tanto que en América se prefiere mirar al futuro que a los tiempos idos. En Europa, lo viejo y gastado por los siglos es un valor, algo que da solera y belleza, en tanto que en América es un estorbo, porque toda la vida está...

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