Paseo Lisboeta: La distinción de otros tiempos

AutorPlinio Apuleyo Mendoza

Como ocurre con ciertas divas, hay ciudades cuya belleza fascina de inmediato y es, sin duda, el caso de París, para no hablar del esplendor teatral de Venecia, de los rincones medievales de Praga o de las reminiscencias imperiales que aún quedan en Viena.

Con Lisboa, como en Roma, no ocurre lo mismo. Son secretas, de algún modo íntimas.

Sólo si se tiene la oportunidad de divisar Lisboa desde una terraza a esa hora milagrosa en que un crepúsculo dorado va languideciendo en la colina dominada por el Castillo de San Jorge, su encanto deja de ser oculto para hacerse deslumbrante, con las torres de la Catedral alzándose sobre las empinadas calles del Barrio de Alfama y toda una pedrería de luces descendiendo hacia el Tajo.

El río en aquel punto es inmenso. Algunas luces distantes parpadean en sus aguas. Su delta tiene ya la majestad del océano que lo aguarda dos leguas más allá, al otro lado del puente 25 de Abril, cuyos arcos brillan como un encaje de luces azules en la oscuridad.

Hay quienes dicen que el encanto secreto de esta ciudad reside en ciertos rasgos del pasado que han desaparecido ya en otras capitales del Viejo Continente. Tal vez tengan razón.

Lo cierto es que (también como en Roma) ese aire de otros tiempos se respira en las calles del Barrio Alto, de Lapa, Príncipe Real o de Alfama.

Estrechas y empinadas, de día resplandecen al sol entre casas vestidas de azulejos o pintadas de colores inusitados, y con balcones donde hay macetas de flores o ropa puesta a secar.

De noche, esas calles parecen un decorado de teatro con un misterio de faroles antiguos y persianas cerradas y un silencio sólo roto por el paso quejumbroso del último tranvía.

Si uno quiere percibir el alma de la ciudad, debe una noche dejar el auto y tomar uno de esos viejos tranvías amarillos.

Hay uno en especial, el 28, que cruza como un fantasma el viejo corazón de la ciudad, desde el Cementerio dos Prazeres hasta el Barrio de Gracia.

Pasa con su quejumbre de hierros y el repentino escándalo de campanillas por las calles de la Baixa, dormidas en la noche, antes de subir con ímpetu la calle que se retuerce delante de la Catedral.

Prosigue luego su ascenso por el Barrio de Alfama entre almacenes de anticuarios, plazas olvidadas y miradores, para dejarlo a uno en las mágicas inmediaciones del Castillo de San Jorge, donde a partir de cierta hora sólo se ven gatos furtivos.

El Alcántara Café

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