Llena de prejuicios, pero muy hermosa

AutorAlonso Vera

¿Qué es lo que nos hace entusiasmarnos con historias de lo que otros vieron o sintieron?, ¿qué es lo que hace que valga la pena salir del confort de la costumbre y aventurarse a lo desconocido? Eso es algo que debemos cuestionarnos, pues estoy seguro que ahí reside la belleza del efecto de los viajes.

Los viajes son como la vida: podemos compartirnos consejos, direcciones, consuelos, pasiones o reflexiones, pero al final somos nosotros mismos con (o contra) nosotros mismos, con (o contra) ese sentimiento de ansiedad, en busca de un sentido a nuestras vidas.

Promover esa verdad debe ser la meta de cualquiera que comparte sus vivencias, ya que lo demás son presunciones y banalidades. Esta reflexión surgió en la región de los Balcanes, en verdad apasionante y, desafortunadamente, llena de prejuicios.

Hola y adiós, Svilengrad

Tras visitar el meollo del caldero cultural de los Balcanes, tomé un tren en Estambul, Turquía, hacia Bucarest, Rumania, pasando por Bulgaria. Rumania es recordado no sólo por sus monasterios con increíbles frescos y alpes transilvanos con lobos, sino por un conde que disfrutaba ver correr la sangre humana.

El conde Vlad Tepes nació en Sighisoara en 1431, miembro de la orden del Dragón (Dracul) y devoto "defensor" de la Iglesia católica contra los infieles. Vlad Dracul envió a su hijo Moniker Drácula (hijo del dragón), conocido como hijo del mal, a las prisiones otomanas, en donde aprendió una suerte inmensa de torturas, siendo el empalamiento su preferida.

Al regresar a casa tomó el poder y empaló a más de 20 mil turcos antes de la invasión de los mismos a Wallachia en 1462.

Durante su gobierno practicó dichas torturas para mantener a raya tanto a locales como a extranjeros, y se dice que comandaba desde el castillo de Bran, en Brasov.

Es posible visitar el castillo, los pueblos medievales con calles de madera y los cientos de monasterios en las montañas, al ritmo de las danzas tradicionales y cantos gitanos.

Aunque eso no era todo lo que llamaba mi atención, era razón suficiente para realizar una visita a Rumania, así que tras tomar el tren a media noche, y comer un par de deliciosos kebabs turcos, arribé a las cuatro de la mañana a la frontera con Bulgaria.

Svilengrad era el nombre de aquel pueblo que nunca olvidaré, ya que los policías de inmigración me sacaron del tren como si fuese un peligroso criminal y me aventaron de regreso a Turquía. En la frontera, un amable policía turco me dio un aventón hasta Edirne, que...

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